La noche de bodas tuve que cederle mi cama a mi suegra porque estaba “borracha”; a la mañana siguiente encontré algo pegado a la sábana que me dejó sin palabras.

La puerta estaba entreabierta.

Empujé con cuidado…

La habitación estaba vacía.

Las sábanas estaban arrugadas, el olor a perfume era intenso, y en la mesita de noche había una vieja fotografía: una foto de Ethan a los ocho años, sentado en el regazo de su madre, con su padre de pie detrás de él, pero con la mitad de la cara amputada.

Cogí la foto. En el reverso había una nota escrita a mano:

“No necesitamos a nadie más”.

Justo entonces, Margaret apareció en la puerta, con una sonrisa amable pero una mirada fría:

“Buenos días, querida. ¿Dormiste bien en el sofá?”

Sonreí con torpeza, pero el corazón me latía con fuerza.

A la luz de la mañana, no parecía borracha en absoluto; estaba completamente sobria, casi… observando mi reacción.

Con el paso de los días, me di cuenta poco a poco de que algo andaba mal.

Margaret siempre estaba al lado de su hijo, en todas partes, a toda hora.

Mientras preparaba el desayuno, ella lo probó primero. En cuanto toqué la mano de mi esposo, me interrumpió con alguna excusa absurda.

Todas las noches, llamaba a nuestra puerta con el pretexto de “darnos las buenas noches”.

Sin embargo, sus ojos no estaban puestos en mí, sino en Ethan, con una mirada que era a la vez dulce y poderosa.

“Mi hijo siempre me ha necesitado”, dijo una vez cuando estábamos solos.

“Es frágil. No intentes cambiarlo”.

Me di cuenta: esto no era amor maternal normal.

Pero era posesividad disfrazada de amor, y Ethan, el esposo al que amaba, se veía frenado por ella.

Una noche, me desperté por el sonido de un llanto suave en el ático.

Me acerqué y abrí la puerta de la habitación que había estado cerrada con llave desde que me mudé.

Bajo la tenue luz amarillenta, vi fotos antiguas pegadas por toda la pared: fotos de Ethan desde su infancia hasta la edad adulta, la mayoría solo o con su madre.

Sobre la mesa, había un diario.

La primera página decía:

“Después del acc:ic:ente, solo éramos tú y yo. Tu padre m:urió, pero la gente culpó a tu madre”.

“Desde entonces, juré que nunca más dejaría que nadie te arrebatara”.

Me estremecí.

La página siguiente tenía palabras garabateadas, borradas y repetidas:

“Ella no puede llevármelo. Nadie puede”.

Y abajo estaba mi foto de boda: mi cara hecha pedazos.

Le llevé el diario a Ethan para que lo viera.

Guardó silencio un buen rato y luego dijo:

“Cuando tenía 10 años, mi padre murió en un incendio. La policía sospechó que mi madre lo causó, pero no había pruebas suficientes.

Ella perdió la fe en mí, y desde entonces me mantuvo a su lado.

Cualquiera que se acercara a mí, amigos, novias, desaparecía.”

Se me hizo un nudo en la garganta.

“¿Crees que tu madre oculta algo?”

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