Asintió:
“Siempre pensé que… la muerte de mi padre no fue un accidente.”
Una noche, decidí confrontarla.
Cuando Ethan salió, busqué a Margaret en el estudio.
“Ya no tienes que controlarlo”, dije con voz temblorosa.
“Lo salvaste del mundo, pero también lo mantuviste atemorizado.”
“No lo entiendes. El mundo me lo quitó todo. ¡Solo me quedé con lo que quedaba!”
“Pero estás matando a tu hijo”, respondí. Se me acercó con voz fría:
“Si de verdad lo amas, entonces vete. Porque un día, tú también desaparecerás, como su padre, como todos los demás”.
A la mañana siguiente, Ethan y yo nos preparamos para salir de casa.
Pero al salir, la criada me entregó un sobre.
Dentro había una carta, con una letra que me resultaba familiar:
“Claire, por favor, perdóname.
El accidente de aquel entonces… yo no lo causé.
Pero lo dejé morir porque creía que quería llevarte lejos.
Solo quería mantenerte a salvo, pero ahora sé que la seguridad no es prisión.
Deja que mi hijo sea libre”.
Ethan terminó de leer, sin palabras.
A lo lejos, Margaret permanecía junto a la ventana, con los ojos húmedos, pero más tranquila que nunca.
Un mes después, nos mudamos a otra ciudad. Ethan comenzó terapia, aprendiendo a separarse de la dependencia invisible que lo había seguido durante toda su infancia.