Llamó a decenas de personas, pidió revisar las cámaras de seguridad en su ruta, contactó a la policía y ordenó a su equipo difundir un aviso de pérdida. Nada funcionó, no había rastro. Sentada frente a su laptop, miraba gráficos de ventas, pero los números carecían de sentido. No era solo por el dinero o los documentos. Dentro de la bolsa había una foto de Raúl, la única que guardaba en una pequeña billetera.
La llevaba a todas partes, el único objeto que la hacía sentir madre. Valeria apretó los puños por primera vez en años. Sintió miedo, no por su reputación, sino por perder el último rastro de su hijo. A la mañana siguiente, Santiago llegó al centro de la ciudad tras caminar casi dos horas, preguntando por la dirección de la tarjeta. Muchos lo ignoraron, otros se burlaron, algunos intentaron quitarle la bolsa, pero no se rindió.
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Sus pies angraban, el sudor empapaba su espalda, pero seguía buscando hasta encontrar un edificio con el mismo logo que la tarjeta. La oficina central de Valeria se paró frente a una puerta de cristal demasiado lujosa para alguien como él. Hombres de suto pasaban sin mirarlo.
Su cuerpo, pequeño, sucio y herido, contrastaba con el lugar, pero sus ojos tenían una fuerza que pocos adultos poseían. Convicción. dio un paso adelante, pero un guardia lo detuvo. Oye, ¿a dónde vas? Esto no es lugar para ti. En fuera dejó al justiciero mientras lo empujaba. La bolsa casi cayó a una alcantarilla, pero Santiago la recuperó.
No se enojó ni lloró. Se sentó en la banqueta frente al edificio esperando un milagro. En el interior, a pocos pisos de distancia, Valeria revisaba correos con informes de búsqueda. Todo era negativo. No había bolsa, no había noticias, solo un vacío creciente. Afuera, Santiago temblaba, el sol estaba alto y su cuerpo exhausto, esperando algo que ni él mismo entendía.