“Él no es mi hijo”, declaró fríamente el millonario, su voz resonando en el vestíbulo de mármol. “Prepara tus cosas y vete. Los dos.” Señaló la puerta. Su esposa abrazó con fuerza a su bebé, con lágrimas llenándole los ojos. Pero si tan solo él hubiera sabido…

—Ellie… —su voz se quebró.

Ella se levantó, tensa, con el corazón latiendo con fuerza.

—Me equivoqué —dijo él—. Me equivoqué terriblemente. Mi madre manipuló la prueba. Descubrí la verdad demasiado tarde. Yo…

—Me echaste, Gregory —lo interrumpió, la voz temblorosa—. Me miraste a los ojos y dijiste que Oliver no era tuyo.

—Lo sé. Y lo lamentaré por el resto de mi vida.

Se acercó, despacio, con cautela.

—No solo fallé como esposo… fallé como padre.

Oliver lo vio y aplaudió emocionado, gateando hacia la puerta. Gregory cayó de rodillas mientras el niño caminaba tambaleante hacia él.

Cuando Oliver cayó en sus brazos, Gregory rompió en llanto.

—No merezco esto —susurró contra el cabello de su hijo—. Pero te juro que lo voy a ganar.

En las semanas siguientes, Gregory se dedicó a demostrar que podía cambiar. Se mudó de la mansión, renunció a reuniones y pasó todo su tiempo libre con Oliver y Eleanor. Aprendió a darle de comer, cambiar pañales, e incluso cantó nanas—mal, pero con el corazón.

Eleanor lo observaba con cautela al principio. El dolor aún no desaparecía, pero vio algo nuevo en él. Una ternura. Una humildad que antes parecía imposible.

Una tarde, al caer el sol, Gregory tomó la mano de Eleanor.

—No puedo borrar lo que hice. Pero quiero pasar el resto de mi vida reparándolo.

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